Mujeres trans: las víctimas invisibles de la trata

Mujeres trans:  las víctimas invisibles de la trata

Mujeres trans: las víctimas invisibles de la trata

Sharon nos recibe en su casa, en la calurosa selva de Pucallpa. Está en sandalias, con un vestido largo y el pelo atado. Ha terminado de servir la cena a su familia y nos pide salir al patio, lejos de ellos, para contarnos cómo, a sus 20 años, ya escapó dos veces de la trata de personas sin que las autoridades, ni ella misma, lo sepan.

Era octubre del 2014. Tenía 16 y la vida parecía cambiarle. Sus padres habían empezado a aceptar su identidad trans y ella buscaba nuevas formas de llevar dinero a casa, lejos de la prostitución. Por eso, cuando una señora le ofreció ser cajera en un bar de Huánuco, a ocho horas de su ciudad natal, no lo dudó. Todavía recuerda el nombre del local: el ‘Big Bam’ (sic). Allí la encerraron, la vistieron de varón y la ofrecieron como gay a las personas que llegaban en busca de cerveza y sexo. Cada botella vendida era 1 sol de ganancia y cada almuerzo una deuda.

“La policía hizo un operativo y nos sacó a empujones. Me dejaron en un albergue de varones, seguro por la ropa. Mi papá tuvo que ir a sacarme. Fuimos a buscar a la dueña del bar para que me pagara el sueldo prometido, pero no quiso”. En el parte policial y fiscal del 23 de octubre del 2014 consta la intervención al local por “actos reñidos contra la moral”, pero no existe una causa judicial que identifique a Sharon como víctima.

La madre de Sharon se deja fotografiar con ella; la abraza dentro y fuera de las tomas, le pregunta si cenó suficiente. La segunda vez que la trata se llevó a su hija fue a ella a quien engañaron. Una trans adulta, popular en el barrio, le prometió que Sharon sería su asistente en un salón de belleza en Argentina; solo debía firmar el permiso de viaje.

Fue un recorrido eterno, por tierra, con escala en Lima, y pasando por Santiago de Chile hasta llegar a la ciudad de La Plata. Allí su cuerpo ya tenía precio: un año y medio en prostitución callejera para costear su traslado. Estuvo solo seis meses, hasta que su mamá pudo reunir dinero para comprarle los pasajes de regreso. “Esa vecina vuelve al barrio, pero no me dice nada porque ve que me puedo defender”, señala.

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